Sucedió lo inevitable, el peligro no se respiraba en las calles, ni en los trabajos, escuelas, hogares, hospitales…..; pensábamos que aquello pertenecía a otro continente; sin embargo, ha sido más veloz que un rayo de luz, y en un instante nuestras vidas han cambiado, nuestra rutina, el mundo se paraliza para hacer frente a algo que se nos escapa de las manos… y, parece que ya nadie vive la vida como lo hacía ayer, que ahora un balcón es como la más grande de las avenidas, como la terraza de un bar, como esa orilla de arena fina que dependiendo del momento en el que la pisemos nos resulta inmensa o demasiado estrecha.
Un simple virus al que no debíamos temer porque nosotros éramos quienes controlábamos el mundo. Y hoy, escondemos la verdad que callan nuestros labios tras una mascarilla que se agarra sin fuerza a nuestras orejas; nos aferramos a ella porque los técnicos nos cuentan que solo así estaremos a salvo, que ella es nuestra nueva alidada, nuestra salvadora, nuestro escudo; que sin protección ya no somos nada.
La pandemia del coronavirus ha abierto el debate sobre cómo distribuir recursos sanitarios en condiciones de escasez extrema.
Ya está aquí, el aumento de los casos ha puesto “en jaque” a la salud pública de países como Italia o el nuestro. En este contexto, se optó por tomar drásticas decisiones: garantizar tratamientos intensivos a pacientes con mayores posibilidades de éxito terapéutico Esta decisión ya se ha tomado otras veces en la historia. Cuando se dan situaciones, como la actual del COVID 19, donde las necesidades superan a los recursos disponibles para su atención, los profesionales sanitarios, muy a su pesar, deben enfrentarse a las llamadas “elecciones trágicas”, definidas como cualquier tipo de decisión que provoca un perjuicio inmerecido o irreparable a una persona. Sin duda, la decisión de priorizar ingresos en la UCI puede clasificarse como decisión trágica. Nos avalan en esta toma de decisiones, comités de ética de las sociedades científicas como la SEMICYUC
Este escenario es similar al ámbito de la “medicina en situaciones de catástrofe”, que precisa de una reflexión ética concreta basada en criterios de excepcionalidad. La aplicación del principio de proporcionalidad de cuidados en un contexto de “escasez o carencia grave de recursos sanitarios”, en relación con el balance riesgo/beneficio, señala que los recursos deben dirigirse a garantizar el tratamiento intensivo a aquellos pacientes con mayor probabilidad de éxito terapéutico: se trata, por tanto, de priorizar la “mayor esperanza de vida”, es decir, la maximización de la combinación entre la cantidad de años de vida que un paciente puede ganar con la aplicación del tratamiento intensivo y la calidad de vida posterior a este tratamiento. Esto conlleva no seguir necesariamente un criterio de ingreso en UCI del tipo “first come, first served”. Así, siguiendo criterios clínicos de gravedad y pronóstico se deberán dirigir los mayores esfuerzos.
En 1962, en Seattle, Estados Unidos, el doctor Belding Scribner, logró poner en marcha el tratamiento de hemodiálisis que permitiría atender a los pacientes con insuficiencia renal crónica. Como era de esperar, las máquinas fueron insuficientes para la cantidad de pacientes que necesitaban ser dializados. ¿Cómo decidir entonces la prioridad de atención? ¿Qué pacientes “merecen” recibir el tratamiento?
Para tomar esta decisión se creó un comité con personas de diversas áreas que deberían decidir de forma conjunta, después de que los médicos hubiesen realizado el primer filtro clínico y hubiesen preseleccionado a los pacientes aptos para ser dializados. Este comité fue conocido como el “comité de Dios” (God Committee) ya que, hasta cierto punto, determinaba quién viviría y quién no. “They decide who lives and who dies” era el título de un artículo de la revista Life escrito por la periodista Shana Alexander donde se relataba la historia de uno de los pacientes que pudo sobrevivir gracias al tratamiento y a la decisión del comité.
“Estos siete ciudadanos forman de hecho un comité de vida o muerte. Sin otra guía moral más que su propia conciencia, ellos deben decidir, en palabras de una antigua oración hebrea, ‘quién vivirá y quién morirá; quién morirá en su tiempo y quién antes de su tiempo; quién disfrutará de la tranquilidad y quién sufrirá’”, señalaba Alexander en su artículo.
Así ha sucedido en nuestro mundo globalizado, es como si la “caja de pandora” se hubiese abierto de par en par y un enemigo de la humanidad, que no deja de ser “un trozo de ARN”, nos ataca indiscriminadamente, llevándose por delante vidas sin entender edad, raza ni condición social, a una velocidad de contagios exponencial; a la cual no pueden hacer frente los sistemas sanitarios de los países por la desproporción entre recursos materiales y número creciente de afectados.
Llega el caos, la incertidumbre, el miedo a lo desconocido, pero también la incredulidad de otros por ver la situación a gran distancia; pero la realidad es que el enemigo se ha hecho pandémico, está en nosotros, nuestros hogares y hospitales. Muchos, por suerte, sanan sin apenas síntomas, pero otros, mayores y jóvenes, con o sin patologías previas, llegan a los hospitales en avalanchas, quedando las urgencias desbordadas.
Las UCIs reinventan espacios para dar cabida al mayor número de enfermos, pero existen los límites de los recursos, como los respiradores, ya que algunos de estos pacientes van a requerir ventilación mecánica invasiva prolongada en el tiempo. Los sanitarios trabajan a marchas forzadas, dando lo mejor de sí mismos. Una vez más llega el dilema de “quién vive y quién muere”, son los médicos los que con poco tiempo han de decidir, en función de la posibilidad de sobrevivir, a quién se le da la oportunidad de poder salir adelante y a quién no. Es por ello, que ante una medicina de catástrofe, ante una crisis como la que estamos viviendo, hemos de aplicar una ética distributiva cuyos criterios en la justa distribución de los recursos es la maximización de la utilidad para la obtención del beneficio global. Ello obliga a la necesidad de “triar” a los pacientes, basada en privilegiar la mayor esperanza de vida; se busca el beneficio social y no el individual. Se desmontan, por tanto, los principios de la bioética como el de beneficencia, ya que se destina el mayor recurso al que lo necesita.
Ante la situación que estamos viviendo ya en nuestro país, las prioridades de ingreso en la UCIs deja atrás a otros pacientes, que por sus patologías previas, comorbilidades e incluso edad avanzada, recibirán otros tratamientos alternativos de oxigenoterapia y farmacológicos en planta de hospitalización; a los que se les ha de explicar que por su situación basal, no se beneficiarán de terapia intensiva, y posiblemente muchos morirán solos, sedados en una habitación, sin posibilidad, seguramente, de unos cuidados paliativos de calidad de final de la vida precisamente por el desbordamiento del personal sanitario, sin una palabra de consuelo, sin una mano que poder apretar, o una caricia, y por supuesto, sin un ser querido al que abrazar. Entonces, me pregunto, ¿dónde está esa ética de final de una vida?, ¿qué vida tiene más valor, la de 50 años respecto a la de 70 u 80 años?, ¿quién garantiza que el joven sobreviva a la infección y el mayor no?
Es cierto que la situación es de extrema emergencia, que los recursos son limitados, pero pienso que existe un vacío ético para estas situaciones de catástrofe; la salud constituye un derecho humano fundamental que se considera primordial para el progreso de las sociedades y para el fortalecimiento de la dignidad humana; sin embargo, este derecho queda relegado al principio de utilitarismo
Pero me planteo ¿es evitable este tipo de catástrofe mundial en un primer mundo con una sanidad que se presupone preparada? A marchas forzadas vemos como se construyen hospitales de campaña, se habilitan espacios destinados anteriormente a otros fines; con lo cual me surgen otras disquisiciones ¿Qué obligaciones y responsabilidades tienen los países en planificar estrategias preventivas para enfrentar una pandemia? La preparación sólida ante desastres requiere practicar una ética preventiva. Un colegio, un centro comercial, e incluso un hospital, realizan sus simulacros de catástrofe para estar preparados ante un posible acontecimiento de dicha índole. De esta reflexión se deduce, no solo la importancia en el tratamiento de estas enfermedades que constituyen pandemias, sino también su prevención, la promoción y protección de la salud a través de buenas prácticas sanitarias,políticas, sociales e individuales.
En el contexto de esta pandemia, debemos enfrentarnos a otras reflexiones y decisiones éticas que pueden tener consecuencias irreparables, entre ellas, los daños colaterales de esta crisis cuando muchas personas enfermas de otras patologías, o potencialmente enfermas (neoplasias no diagnosticadas…) no hayan podido ser tratadas o diagnosticadas por la “parálisis parcial” del sistema sanitario.
Todas estas lamentables situaciones tienen en común miradas desde la Bioética, la necesidad urgente de priorizar principios. Lo primero que pensamos es que estas situaciones nos desafían, obligándonos claramente a mirar el bien común sobre el bien individual. Por ello, la mirada de bien común resulta aún más complicada en la práctica para el personal sanitario, acostumbrados a buscar el beneficio individual del enfermo, lo que frecuentemente denominamos “el mejor interés” del enfermo. Es el conflicto de principios de Justicia y de Beneficencia, los cuales han sido definidos como deberes perfectos de la ética de Mínimos e imperfectos de la ética de Máximos, respectivamente.
En la gestión de la crisis del Covid-19, la “salud pública” muestra una aparente colisión entre el interés individual y el colectivo; sin embargo, si analizamos la situación colocando en un lado de la balanza el interés personal y, en el otro, las acciones de salud colectivas, es posible valorar la necesidad de políticas de salud pública que permitan conciliar los intereses de ambos sobre la base de los valores de responsabilidad y solidaridad.
Mª Ángeles Ruiz-Cabello Jiménez
Alumna del X Diploma de Bioética de la EASP