Recordando la frase célebre de James Dean “vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver” se podría llegar a resumir el carácter hedonista de lo que ha representado la juventud occidental en la segunda parte del s. XX y quizás también en estos primeros años del s.XXI. Muestra de ello es el resultado final, para mi gusto nefasto, de lo que fue la generación beat y que sin duda desde un punto de vista sociológico y por supuesto cronológico coincide con los primeros movimientos bioéticistas en Estados Unidos.
No obstante y muy lejos de esta visión y de otras ideas cuasi superfluas como el celebre “sexo, drogas y rock and roll”, quisiera exponer desde un punto de vista básico y personal el componente humano que hay detrás de la figura del artista maldito, así como su relación constante con la muerte.
Para ello podría llegar a referirme a artistas anglosajones, latinos, francófonos, africanos, o bien músicos, literatos, plásticos, etc. pero me voy a tomar la licencia de centrarme en un personaje: Javier Corcobado. Durante sus casi treinta años de carrera artística, su inquietud vital y creativa le ha hecho vivir en casi todos los extremos geográficos y humanos de la península, así como en México. Músico, poeta y literato ha llegado a cultivar un buen puñado de novelas, poemarios y discos. Toda su obra quizá tengo un mismo factor común: la exposición plena de si mismo hasta las máximas consecuencias. Y claro, la concepción de muerte es uno de los parámetros más tratados por este artista.
Tratar la muerte desde un punto de vista artístico requiere de un esfuerzo creativo cuanto menos singular. La manera de acercarse a ese momento vital puede partir desde experiencias personales, desde la lisergia de las drogas, desde el existencialismo, de la injusticia o de la simple cotidianidad, temas tratados una y mil veces por Javier Corcobado de una manera tan clara como cruda. La incertidumbre de verse cerca de la muerte es una de las sensaciones que en condiciones normales una persona puede experimentar unas pocas veces a lo largo de una vida. Quizá este hecho hace constatar el por qué del poco apego social hacia el uso de esas herramientas orientadas a la planificación de las voluntades vitales anticipadas y en su consecuencia a tratar el final de la vida de una manera humana, cotidiana y vital. Todo ello nos traslada una vez más a la conflictividad de valores y los paternalismos sistémicos que tantas veces estamos tratando en este foro académico. No obstante esa oscuridad que nos retrae a tratar la muerte de otra manera, muchas veces Javier Corcobado tiene la capacidad de hacerla lumínica.
A lo largo de la obra de este artista se puede ver y percibir la muerte de mil perspectivas diferentes, unas veces desde la rima asonante, otras desde el relato corto y otras desde el pasodoble pasando por la electrónica o el noise. Y es que ya sea acompañado de su guitarra Tormento, de una pluma o encima de un taburete y micro en mano (al más puro estilo crooner) Javier Corcobado como muchos otros artistas de ayer y de hoy (William Burroughs, Michel Houllebecq, Camille Claudel, Nacho Vegas, Leopoldo María Panero o Robe Iniesta) tratan la muerte desde la máxima vitalidad que sus cuerpos les dejan, y siempre manejando ese equilibrio que no les hace nunca parecer por los excesos de sus inspiraciones.
Por tanto la relación entre el artista y la muerte (y todo lo que rodea el “malditismo”) da como resultado la capacidad y la autonomía de experimentar sobre si mismo para poder crear y en definitiva estimular a la sociedad cuando sus creaciones son mostradas independientemente de cual sea el formato. Todo ello puede dar como resultado conflictos de muchos tipos (no entraremos en los legales o ilegales): gustos, interpretativos, críticas, comparativas, etc. Pero sin duda la forma de valorar ya no las obras si no el estilo de vida de estas personas puede llegar a determinar la creación de un juicio de valores que nos puede abocar una vez más a la errónea necesidad de determinar la eterna dualidad de lo bueno o apto y lo malo o no apto.
Rafa Montoya